Cuando un proyecto político llega al poder, suele haber un detrás de escena mucho más descarnado que el relato que conforma su discurso, lleno de paradojas y contradicciones: un intento de reconfiguración del orden de los privilegios.
Esta tendencia se agrava cuando el proyecto en cuestión tiene un apego débil por el sistema institucional, resultado de una concepción del poder coyuntural, del poder por el poder, y no tanto como un recurso para la transformación. Empiezan a aparecer indicios preocupantes, que siguen esa línea. Dejemos de lado la mirada del poder judicial, sintetizada en las postulaciones para ocupar lugares en la Corte Suprema, y vamos a dos cuestiones también centrales: la educación y los medios. Pero antes, para facilitar la comprensión, una visita a Roma.
Para los clásicos, privilegio tenía otro significado. Se trataba de los ámbitos de libertad que la ley garantizaba a los ciudadanos, exentos de la interferencia o la opresión del Estado. Es un entendimiento que explica el origen del liberalismo y las teorías de las ciencias políticas que justificaron el nacimiento del Estado: es el resultado de una concesión de los individuos, que se reservan espacios que no ceden.
Con el tiempo el concepto de privilegio se invirtió mal: ya no es lo que conserva el particular sino lo que graciosamente concede el Estado, profundizando la ruptura de un principio central en Occidente, como es la igualdad entre iguales. De ámbito de reserva a ámbito de ventaja. Todo un giro. La diferencia marcada por la evolución es importante, aunque desconocida.
Una mirada clásica es la que justifica que ciertas actividades tengan beneficios. Es el caso de la cultura, por ejemplo, con exenciones impositivas para la importación, producción y compra de libros. La razón es que estamos hablando de educación. Coartarla es propio de los regímenes que impulsaron el “alpargatas sí, libros no”.
En el presente, con un agravante: estamos en pleno tiempo de ventaja del “bono demográfico”, que a diferencia de China y Europa, nos permite una pirámide demográfica con una base más amplia que la cúspide, formada por jóvenes: si esa base estuviera bien formada, las ventajas en términos de eficacia y competitividad para la economía serían todavía mayores. Eso es lo que nos estaríamos perdiendo.
Algo parecido pasa con los medios: se trata de libertad de prensa, junto con la justicia, uno de los pilares de cualquier democracia. Una sociedad informada es una sociedad que puede decidir con libertad. Es una sociedad que piensa, es una sociedad que está dispuesta al cambio y que no tolera los autoritarismos ni la concentración del poder. Junto con la educación evitan uno de los peores males que puede sufrir: el plebeyismo y el embrutecimiento. Por eso goza del mismo privilegio que la educación. Educación y prensa son ejes de una sociedad libre.
Tan es así que tienen reconocimiento constitucional pleno. Son privilegios, en el sentido clásico y más completo del término. Sin ellos no hay presente, ni hay futuro, no hay nada. Que el ruido coyuntural de las finanzas y el recorte obseso no tape la voz de los privilegios que importan.
VOLVER A LA PORTADA